Por Daniel Malnatti
Al ofrecerles trabajo, Luis Ferrer ha salvado las vidas de muchos jóvenes que fueron adictos a las drogas, que no terminaron el secundario o que se graduaron y no encontraban empleo. Hay muchos maestros del oficio que fueron sus aprendices y eso es un orgullo para él.
Para llegar a la casa de “Grillo” hay que atravesar Villa Montoro, El Paligüe y Barrio Oculto. Son barriadas pobres y asentamientos que rodean a La Plata. Como “Grillo” es panadero, se levanta a las 4:30 de la mañana. Para él es temprano, pero para los chicos y chicas de esa zona que no estudian ni trabajan, todavía no terminó la jornada.
Ellos están todavía atrapados en el día anterior, a poco tiempo de concluir una larga noche. Las juntadas en las esquinas ya se están desarmando y las motos pasan a toda velocidad con pibes y pibas que van de un lado al otro tratando estirar la noche de juerga. Otros, los que “la quedaron”, esperan sentados en la vereda que el alcohol se diluya un poco más en la sangre para emprender la retirada.
“Grillo” me cuenta que en los últimos años el problema de la droga y el alcohol se agudizó enormemente y se llevó puesta la vida de muchos ahí. Los chicos y las chicas mueren de sobredosis, en accidentes o se suicidan. Un adicto puede perder fácilmente la cabeza cuando ya no hay droga. Es el genocidio silencioso de toda una generación. Sin futuro y sin esperanza es difícil proyectar y los pibes se la juegan toda en un presente acelerado y sin sentido.
“Grillo” labura todo el día en la panadería y cuando vuelve es nuevamente de noche. En el viaje de regreso a su casa vemos chicos en la calle, pero son distintos a los que estaban en la madrugada. Estos parecen zombies: es la hora de los adictos al paco. Son fáciles de identificar: tienen la mirada vacía y caminan erráticamente por la orilla de la vereda. Hay que tener cuidado de no pisarlos.
“Grillo” (aunque nadie en el barrio lo sepa) se llama Luis Ferrer. Su nombre y apellido quedó olvidado en su Partida de Nacimiento. Pero en el barrio todos conocen a Grillo y si hay algún problema saben que pueden contar con él. Como cuando llevó al hijo de un amigo (quien sufría una recurrente y grave adicción) a trabajar con él porque el papá ya no sabía qué más hacer. De esas historias hay decenas.
También les dio su primer trabajo en la panadería a muchos chicos del barrio. Algunos que se quedaron a medio camino en el secundario. Otros que terminaron pero que no conseguían trabajo. Si esos chicos no se hubieran puesto a trabajar, es muy probable que hubieran terminado en la calle víctimas de las malas juntas.
Pero el trabajo los salvó. En las panaderías de La Plata y de su conurbano hay muchos chicos que aprendieron a hacer pan con “Grillo”. Hay muchos maestros panaderos “made in ‘Grillo’” y eso es un orgullo para él. No es para menos.
Después de todo es una historia que conoce muy bien, por haberla vivido en carne propia. De chico, “Grillo” era muy pobre y a los 12 años cartoneaba como un adulto. Treinta y pico años atrás eso no era tan común como hoy, pero “Grillo” tampoco es común en nada: ese nene se ganó la confianza del barrio y apenas pudo, saltó de la calle a la panadería. Y de ahí no se movió nunca más.
Cuando las condiciones de vida son extremas el futuro de un pibe se puede definir a los 12 años, En otros barrios los chicos tienen más posibilidades y si meten la pata, tienen revancha. Acá no, y tu destino puede quedar sellado y con pocas posibilidades de cambio a los 15 o 16 años. El ejemplo más extremo se da en los consumidores de paco. Es una droga tan nefasta que se queda con tu vida en pocos meses.
Ese momento clave, bisagra, se le presentó a “Grillo” cuando tenía 12 o 13 años. Y la mecha que torció su destino es una historia mínima. Una tarde cuando pasó por la panadería a pedir las sobras del día, “Grillo” agarró una escoba y barrió la vereda. Al día siguiente y al siguiente repitió la tarea. Siguió hasta que el panadero le ofreció trabajo, pero no para limpiar sino para aprender a hacer pan. A partir de ese momento “Grillo” supo lo que quería y vio por primera vez un futuro. A los pocos años ya era Maestro Panadero y años después compró la panadería.
Ser panadero es duro: por los horarios, por el calor, por la energía que hay que ponerle.
Ese chico que cartoneaba a los 12 años sabe (más que nadie) lo que significa un pan. Pasó de pedirlo a hacerlo; pasó de tener hambre a alimentar a un barrio. ¿No será esa la “meritocracia” tan cuestionada por los políticos oficialistas? Ellos le temen al mérito del trabajo porque (como podemos ver en esta historia de vida), nos da libertad.
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